4/20/2014
Gente de paso firme
Los veo
pasar por ahí y sé que pertenecen a esa especie selecta, a esa secta, por su
forma de pararse: tan erguidos y tan puestos. Es como si una línea
perfectamente recta les atravesara la columna y los uniera con alguna estrella
lejana, incluso con un planeta con vida que aún no hemos descubierto y que les
permite a ellos, hombres y mujeres, andar con su paso firme para mostrarnos a
nosotros, habitantes de este tercer planeta del sistema solar, cómo deberíamos
andar todos.
Si tuviera
que elegir a quién envidio más —aunqué sé que no tengo ningún deber de escoger,
que los puedo envidiar a los dos por igual, pero hagamos el ejercicio y digamos
que debo escoger—, si tuviera que elegir escogería envidiar más a las mujeres
porque sus zapatos, cuando usan zapatos de tacón, resuenan más y son más
inhumanos y recuerdan más a un instrumento de golpear a otra gente.
Las envidio
más —siguiendo este ejercicio— porque suenan a madera sobre pavimento, a madera
sobre piel humana, a madera punitiva sobre nalga de niño indefenso que contiene
sollozos para no darle al castigador el placer de saberse exitoso.
La gente de andar
firme sabe a dónde va, a diferencia mía, que ando como un ratoncito por ahí,
con miedo de ser detectado, cazado y molido dentro de una salchicha u otro
embutido cárnico. Yo que nací con miedo no entiendo esta gente que tan
ruidosamente anda, que taconea y zapatea en camino a sus destinos,
demostrándole al mundo que nada temen, que su rastro está ahí, claro, para
quien quiera seguirlo. Que su sonido es un sonido que merece amplificarse y
escucharse para que la gente sepa en todo momento en qué lugar se encuentran,
hacia dónde van, de dónde vienen, qué ruido producen.
Los envidio
y me gustaría ser como ellos. De hecho, hasta he comprado zapatos con suelas
ruidosas y carrasposas. Son bonitos, mis zapatos ruidosos —aunque al verlos me
pongo un poco triste—. Son de color vinotinto y no cuadran con ninguno de mis
pantalones, con ninguna de mis camisas, con ninguna de mis chaquetas (quizás en
otra entrega de mis envidias hable de la envidia que siento por la gente a la
que no le importa que las cosas les cuadren, pero no sé).
Decía que me
pongo triste porque cuando los veo recuerdo que no soy como la gente que los
lleva tranquilamente. Los veo en mi armario y mi envidia revive, puedo volver a
saborear mis deseos eternamente frustrados por andar con paso sonoro y firme,
por caminar haciendo bulla, seguro de mí, potente, conquistador y arrasador.
Sus vidas,
puedo verlos, son mucho menos problemáticas que la mía, aunque seguramente
también tendrán sus asuntos. Todos tenemos nuestros asuntos. ¿Tendrán problemas
de podiatra? ¿Tendrán que hacerse, eventualmente, cirugías en algunos dedos
que, por sufrir de tanto recibir el peso de esos cuerpos impulsados
violentamente hacia el piso, se han deformado y astillado, dejándolos
incapacitados temporal o permanentemente?
Pero esta
gente de paso firme a la que tanto envidio no son de los remildrosos, no son de
los que se quejan, eso es parte de lo que les envidio. Si se rompen uno o dos o
tres dedos, si se les resquebraja el arco del pie, no por eso dejarán de
caminar decididos, fuertes, imparables. El aire de inevitabilidad que tienen
estas personas se incrementa en directa proporción al sufrimiento que sienten
por sus lesiones. Se vuelve heróica, incluso.
Para seguir
el juego de a quién envidio más y desprendiéndome de las limitaciones de
género, diría que son a estos hombres y mujeres de paso firme que siguen
teniéndolo así sufran por uñas arrancadas, por callos, por dedos rotos.
Es gente que
—a diferencia mía— sabe que el dolor es pasajero e ilusorio, que el dolor es
apenas una oportunidad para reafirmar su compromiso con el paso firme, con la
seguridad en el andar, con el ruido de sus pasos que resuena por corredores
vacíos, por corredores llenos, incluso por ascensores, porque esta gente de
paso firme no deja de caminar ni siquiera en los ascensores. ¿Cómo podrían?
Sería como dejar de existir.
En esos
momentos no les tengo tanta envidia porque, creo, ahí sienten un poco del
silencio de la vida, que es mi hábitat natural, y que al sentir ese silencio,
la gente de paso firme siente un temor que les hace sudar las manos, los pies y
la frente. Por eso caminan en los ascensores. O zapatean, al menos, cuando se
encuentran en ascensores demasiado estrechos para caminar.
Ahí no les tengo envidia sino lástima porque es una sensación de zozobra que conozco bien, es la sensación de horror que siento en general, la del ratoncito que teme ser encontrado, cazado y convertido en relleno de embutido.
Ahí no les tengo envidia sino lástima porque es una sensación de zozobra que conozco bien, es la sensación de horror que siento en general, la del ratoncito que teme ser encontrado, cazado y convertido en relleno de embutido.
4/16/2014
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